Chennai, India, mayo de 2011. La voz del profesor se esfuma detrás de esas dos palabras que acaba de pronunciar. Ya no presto atención a lo que dice; mi mente queda vibrando al ritmo de Satvādam y Pariṇāmavādam. Aún hoy ambas me siguen sonando a comienzo.
Patañjali alude a Pariṇāmavādam y, por implicancia, a Satvādam, en algunos de sus Yogasūtra-s pero ambos conceptos provienen de la filosofía Sāṃkhya, hermana mayor del Yoga. En su búsqueda por comprender el origen de nuestro sufrimiento, la filosofía Sāṃkhya realiza una descripción ontológica del mundo. Y allí, entre algunas otras cosas, menciona dos “leyes” (si cabe el término) que atraviesan nuestra percepción de la realidad. A saber:
Accedemos a lo que entendemos como realidad o verdad, tal y como nuestros sentidos y nuestra mente son capaces de percibirla en ese instante. Esto es Satvādam.
Esa realidad o verdad está sujeta a cambio. Esto es Pariṇāmavādam.
El impacto de la percepción en nuestra salud
Uno podría caer en la trampa de creer que ambas leyes son evidentes y que ni el Sāṃkhya ni Patañjali, ni quien les habla, están aportando nada nuevo bajo el sol. Y, sin embargo: ¿cuántos de nosotros podemos afirmar que nuestra mente y nuestros sentidos funcionan en el máximo de su potencial? ¿Cuánto de ese funcionamiento determina nuestra “verdad”? ¿Cuánto de esa verdad define nuestros vínculos, nuestras relaciones, nuestras creencias, nuestras decisiones de vida? ¿Cuánto de todo eso impacta en nuestra autoestima y autovaloración?
En las consultas de Yoga terapéutico, cuando el alumno viene a por su práctica personal, intentamos realizar un diagnóstico preciso, una observación de cómo llega ese día. Como profesores, buscamos refinar nuestra percepción lo mejor posible para librarnos de prejuicios, proyecciones, sesgos. Sabemos que es utópico hacerlo en su totalidad pero vale el intento. A su vez, entendemos a ese alumno como un sistema de “capas” más y/o menos sutiles que se expresan en cuestiones y rasgos físicos, hábitos, gestos, su manera de comunicarse, su personalidad. Pero, más allá de las especificidades de cada una de estas capas, hay algo muy sutil y, a la vez muy poderoso, que conecta, nutre, comunica e integra todas las capas así como determina el balance del sistema. Algo que, si circula fluidamente, incide en la fuerza de voluntad del individuo, su integridad, coherencia y plenitud. Nos referimos al Prāṇa o la energía esencial de la vida. Y si bien es evidente que la manifestación de una dolencia o condición física (desde una urticaria, una gastritis, una hernia lumbar hasta un diagnóstico de hipotiroidismo) excede al plano de lo sutil, en última instancia encontraremos la causa de ese síntoma en un bloqueo de la circulación de la energía vital en algunas de las capas más sutiles.
La verdad del alumno
Desde nuestra observación como profesores, cuando nos encontramos con el alumno por primera vez, nos importa mucho comprender la circulación del Prāṇa en su sistema. O sea, la expresión insoslayable de cómo ese ser humano habita el mundo, cómo lo percibe, cómo lo procesa, cómo lo comunica. La traducción de todas esas dimensiones constituyen “su verdad”.
Esa es la base desde donde partimos: la verdad del alumno tal y como llega a la consulta. La peor parte de esta verdad es que duele: nadie viene a ninguna consulta si no siente alguna incomodidad o alguna herida, por más pequeña o superficial. La mejor parte es que esa verdad va a cambiar.
El buen diagnóstico de partida basado en la observación resulta determinante en el camino que puede desplegarse. Pero, como Yoga únicamente arranca con el encuentro de dos, no es sólo el profesor quien debe reconocer “la verdad del alumno”. Lo interesante en Yoga Terapéutico es que el alumno cumple un rol activo; no es, o no debería ser, un receptáculo que acumula definiciones de síndromes y/o traumas, diagnósticos cerrados, listas de tareas, prescripciones y/o indicaciones terapéuticas.
Desde el inicio del proceso, el alumno comienza a entrenar su propia observación a través de herramientas muy simples. Asume un papel dinámico al aprender a mirar con más distancia muchos rótulos aprendidos (por ejemplo, “soy muy bueno en las posturas de fuerza pero muy malo en la flexibilidad” o “los arcos no son buenos para mí” o “no logro sentir nada nunca” o “tengo poca constancia para practicar"); ciertas memorias (“si muevo el cuello me da vértigo”o “nunca pude nadar debajo del agua así que no puedo hacer retenciones en la respiración”) y algunas creencias (“medito hace veinte años” o “ingiero mucha fibra porque es muy saludable pero igual sigo constipado” o “no creo poder hacer Yoga porque no soy vegano”). La revelación parcial de cada una de estas escenas constituyen “la verdad” para el alumno. La película completa, vista con distancia desde el sillón del director, es la huella de su transformación. En ese viaje, el alumno se enfrentará más tarde o más temprano con algunas máscaras profundas de su personalidad (como por ejemplo, sentirse una víctima permanente o, su contraparte, asumirse como un victimario). Ese es un punto de inflexión en el proceso. Puede ser muy desafiante abandonar ciertas marcas identitarias conformadas desde muy temprana edad pero, a su vez, atravesar este reto le abre -literalmente- una nueva vida.
Verdad y transformación en Yoga Terapéutico
Hace poco, una alumna que nunca había practicado Yoga y que vino originalmente hace dos años en búsqueda de una herramienta que la ayudara con un problema de salud bastante complejo y de difícil solución, me dijo en la consulta: “Desde que arranqué, hice mucho esfuerzo en incorporar la práctica y cambiar todas esas nuevas rutinas pero en ese momento solo pensaba en revertir mi condición de salud. No tenía otro objetivo en mi cabeza. Hoy no abandono la esperanza de curarme pero mi prioridad es no enfermarme más aún”. Cuando escuchamos algo así en un alumno de estas características, sabemos que el proceso de sanar ha comenzado. Queda claro que el alumno puede mirar “la realidad” (Satvādam) y la acepta. Al integrarla, es otra su percepción de sí mismo y del mundo. Mi alumna ya no es la misma que se frustraba cuando no veía cambios drásticos en su síntoma principal (el único supuesto motivo relevante que la impulsaba a hacer el esfuerzo por “cumplir” con la práctica). Tampoco es la misma que realizaba todas las sugerencias y cambios con muchísima fuerza de voluntad y disciplina pero de manera casi mecánica en busca de un único resultado y sin conectar con un aspecto muy profundo y hermoso de sí misma. Tampoco es la misma que esperaba que la solución solo provenga desde afuera, a través de la posible inoculación de un remedio, un tratamiento médico o la intervención iluminada de algún profesional. Mi alumna, por primera vez en los años que venimos trabajando, es capaz de comprender el alcance de su afección sin pelearse con ello, sin pretender ocultarlo o negarlo. A su vez, por primera vez es capaz de percibir el impacto de la energía vital fluyendo mejor en su organismo. Cuando nos conocimos, tenía mucha dificultad para registrar esto. Es cierto que el síntoma principal de su afección no ha variado demasiado pero sus funciones fisiológicas, su digestión, su descanso, su nivel de energía vital no solamente han mejorado sino que se mantienen estables con el sostenimiento de la práctica. Y es justamente por ello, por la habilitación del Prāṇa circulando mejor en ella, que su mente puede percibir más claramente qué significa balance y salud en su caso; qué se siente estar más conectada con lo que verdaderamente quiere, necesita, desea y puede en este momento de su vida. Nos encontramos aquí en el territorio de Pariṇāmavādam; la transformación.
La propuesta del Yoga Terapéutico es influir positivamente al Pariṇāma. ¿Qué significa esto? Algo tan simple, tan profundo y tan concreto como promover un cambio que guíe al alumno hacia un lugar mejor. El profesor es solo un agente catalizador de ese cambio; su intervención es (o debería ser) sutil, silenciosa, casi invisible, paciente, apropiada, inteligente. El viaje entre una realidad que duele y una vida más liviana está a cargo del alumno.